martes, 21 de abril de 2009

Hermética.

Cansada de la avalancha de información que me azotaba sin descanso, hubo un día en que opté por volcarme al hermetismo. Y a partir de ese día ya no leí más diarios, ni miré los noticieros.

Las noticias dicen que todo se trata de “olas”. Olas de secuestros, olas de inseguridad, olas de mosquitos.

Yo prefiero tomar las cosas como hechos aislados. No es que no me importe, pero el todo es tan complejo que no alcanzo a procesarlo. Y eso genera una angustia muy difícil de manejar para un ser-esponja como yo. Y la verdad, preferiría no enfermar mi cabeza atrás de eso.

Si escucho radio, solo elijo alguna que hable poco. Porque en éste mundo todo el mundo cree tener algo importante que decir. Y a mí, para ser sincera, no me interesa escucharlos.

Igual que en la calle... una de las cosas más molestas que tiene Buenos Aires es que me obliga todo el tiempo a escuchar conversaciones ajenas, a presenciar cosas de las cuales no tengo por qué ser testigo.

No se si será una mera cuestión de volumen de las voces, o que ya somos demasiados, o que existe cierta tendencia a querer-que-lo-de-uno-sea-público. Pero me veo constantemente expuesta a diálogos que no me incumben en lo más mínimo. Como la señora del asiento de atrás del colectivo, relatándole a otra (con una cuota certera de exageración) las bondades de su hijo, el profesional. Y la vida de sus otros hijos, por las dudas. Total el viaje era largo. O aquel tipo de cuarenta y largos, describiendo con detalle sus aventuras de adolescente tardío, sus trampas y sus consideraciones sobre la pareja con el handy en altavoz.

Ah...el Nextel. Qué cosa que detesto. Al aparato en sí, y a un determinado target de usuarios a los cuales les encanta alardear, invadiendo cualquier espacio común con el odioso beep y un intercambio tosco de palabras que, reitero, a mí no me interesan en lo más mínimo. Es más, me generan bastante fastidio.

El mismo fastidio que me producen los celulares con mp3, y la gente que los usa sin auriculares como una especie de boombox de la era postmoderna. Pero del Bronx a Chacarita. Del rap al reggaetón.

La verdad que ningún invento es nefasto en sí mismo: lo vuelve nefasto el uso que le da la gente. De la misma manera que no vivimos en un “país de mierda”, como suelo escuchar. El país está hecho de personas, con lo cual las conclusiones son bastante obvias…

Pero, volviendo a los que musicalizan los transportes públicos sin que nadie se los pida, no se qué les hace pensar que yo quiero escuchar su música.

Es por eso que me recluí en una especie de burbuja que resguarda mi interior, del mundo exterior. Y la llevo conmigo adonde sea que vaya. Los cristales cubren mis ojos, cegándolos parcialmente ante aquello que no quiero ver; los auriculares protegen mis oídos de lo que jamás quisiera enterarme. Es la única forma que encontré de aislarme frente a la psicosis colectiva, y la estupidez humana. De no ver ni oír aquello que me hace mal.

Prefiero que sea la música quien hable. Y en lo posible, la música que a mí me gusta escuchar.

domingo, 19 de abril de 2009

oído al pasar...

Es conocida la afición de las chicas por hacer sociales en el toilette.
Cuando alguien en un espacio público se pregunta ¿por qué la fila del baño de hombres (si es que la hay) avanza el doble de rápido?, bueno... en parte he ahí la explicación.

Ésta situación se dio en la fila del baño de un bar:

Chica 1:- ¡Me muero! Qué buen bolso!!!!
Chica 2:- ¿Te gusta? Me lo compré hace mil años...
Chica 1:- Guauuu...¿Es de antes de cristo?


* las improvisadas sesiones de fotos también suelen ser motivo de eternas tardanzas...

miércoles, 15 de abril de 2009

una cita.

"Yo, como Don Quijote, me invento pasiones para ejercitarme"

(Voltaire)

martes, 14 de abril de 2009

lunes, 13 de abril de 2009

Mi aire.

Qué distinto que sentía no hace mucho.
Justamente lo opuesto a hoy.
s.

Hace tiempo que no experimentaba ésa adrenalina previa.
Ésas ansias en vísperas de algo. Distinto a toda espera.
Sabía perfectamente que ése día marcaría un antes y un después. Que, una vez consumado, nada sería igual.
Temía por mi débil corazón, y su capacidad de afrontar la sobredosis de emociones intensas. Temía que me invada la nostalgia, incluso antes de empezar. Temía al post, por sobre todas estas cosas, a pensar “y después…¿qué?”
Pero más temía al encuentro. A la inquietante sensación de sentirlo cerca, a metros quizás, difuminado entre la multitud pero respirando el mismo aire. El aire de mi ciudad.

Me acuerdo cuando quería sumergirme de cabeza en su mundo, motivada en parte por la curiosidad que me caracteriza y, claro, por las ganas de sentirme parte de él.
Eso cuando todo era perfecto.
Ahora, ya no lo quiero. Es decir, sí, lo quiero, pero fuera de mi vida y de mi mundo.
Del mismo mundo que puse en sus manos y él no supo cuidar.
Desearía poder erradicarlo de manera definitiva y determinante, para que nunca más pueda manejar los hilos de mi propia debilidad.

Es por eso que le temo al encuentro.
Porque me conozco.
Y se que soy masoquista. Y él difícil.
Me animo a decir que no existe en el mundo combinación más letal.

Otra vez vamos a coincidir en el tiempo y el espacio.

Y mañana vas a estar ahí, tan hermoso y embustero como siempre... respirándote mi aire.

2009, a.R.

viernes, 10 de abril de 2009

Pasar Tiempo.

Me había olvidado de lo que era el pasar el tiempo con alguien más.
Pasar no en el sentido de "gastar minutos", sino mas bien de compartirlo.
Acostumbrada a lo concreto, a lo urgente, a lo preciso, a lo puntual, casi que le temía al no saber qué hacer con tanto tiempo.
Y resulta que era lindo, el simplemente "estar".
Y qué loco como, cuando es lindo, el tiempo se pasa volando.
Pero en días como hoy, las horas pesadas, sin ningún sentido parecen no terminar nunca.

[octubre 28, 2008.]

jueves, 9 de abril de 2009

Viernes, 7pm.


Hoy me di cuenta que éste momento ( o para ser más exacta, el momento ocurrido una hora atrás) es el más feliz y adrenalínico de cada mes.
Viernes, 7pm. Es terminar todo rápido para fugarme (nunca a las 7, siempre 7 y 10). Saludar a todos, bolso en mano, y salir!
La sonrisa ya se empieza a dibujar en mi cara en el preciso instant
e en que atravieso la puerta.
Taxi en la esquina de Zabala y Forest, hasta la estación de Colegiales. Vuele, por favor. De ahí, el tren... Ida hasta Retiro.
Caminar por el andén y esperar abajo del puente. Siempre. No hay nada más que hacer, sólo esperar...entonces lo mejor es calzarme los auriculares con algo bien al palo, para perder aunque sea levemente la noción de los minutos. "Pogo" es ideal, aparte me hace acordar a mi destino, que voy a estar pisando otra vez en un par de horas. The everything-can-happen land, lo bauticé.
Y pensar en la noche que me espera.
Se ven las luces a lo lejos, sí. Me subo al tren, sonriente.
Las canciones que elegí para éste momento se deslizan una atrás de otra.
Llego a Retiro. Y empieza la corrida porque, sin mirar el reloj, se que voy con los minutos contados.
No paso por el molinete con semejante bolso, ya lo se. Ni lo intento, aunque ya sufrí agún que otro enriedo cuando mi apuro
todavía era un tanto inexperto.
Llego a la terminal pensando que no llego. Pero al final si, siempre.
Y éste micro de los viernes 8pm es lo más.
Me descalzo, estiro las piernas y me acomodo en mi asiento. Abro el cuaderno, casi instintivamente. Y me entrego a la ruta.
Ahora estoy volando rumbo a mi otra casa. Y pienso, quizás si, ésta sea una rutina después de todo. Pero en todo caso será la única rutina que no odio. Que al contrario, me desborda de energías.
Cómo explico sino que hace escasos minutos iba por la calle sonriendo, feliz.
Las canciones en mis oídos siguen siendo las mismas que hace unos meses.
Lo que me espera alla, tal vez no. Aunque en realidad nunca se sabe.
Eso es lo mejor de todo...nunca se sabe.
No se equivocó al final ese mensaje que llegó a mi celular 8 menos 5.
"¿Y? ¿Ya partió tu micro rumbo a la felicidad?"

[septiembre 09, 2008.]
asiento #61 (patas arriba)
now playing: The Thrills

martes, 7 de abril de 2009

Enviados

A veces pienso, hay tanta gente que pasa de largo por la vida de uno...
Gente inocua, inerte, insípida.
Gente ignota en la mayoría de los casos. Pero también gente allegada, que conocés y que está y se queda. Un rato largo, o incluso toda la vida.
No son desconocidos, pero sin embargo, no tienen el peso suficiente como para modificarnos de manera radical.
Mas bien son parte de la escenografía que decora nuestros días.


Pero hay otras personas que aterrizan inesperadamente en la vida de uno, y tienen el poder de desatar una revolución con su llegada.
Éstas personas para mí son como enviados...alguien los puso ahí, y no fue la casualidad precisamente. De hecho no creo que las casualidades existan.
Tampoco es necesario llamarlo Dios, porque también tengo mis dudas al respecto.
Digamos que son enviados del destino.
Ésta gente no aparece porque sí: en la mayoría de los casos, traen en la mochila (o en el morral) una misión que cumplir.
Sin un manual de instrucciones precisas, pero con la certeza de quien sabe de memoria qué hacer y cómo llevarlo a cabo.
A veces se trata de resolver un conflicto; otras veces, simplemente de plantearlo. Tienen un don, y es la capacidad de poner patas arriba hasta el más firme de nuestros fundamentos, con el fin de obligarnos a replantear.
No tratan de resolver el dilema, sino mas bien motivarlo. Impulsar el cambio. Cerrar una etapa, una puerta, y quizás abrir otra mejor.


Pero hay un problema, y es que su presencia es tan efímera como intensa.
No cabe dudas que dejan su huella, pero así como llegan, un día se van.
Y ante la partida, uno se siente medio inútil, desconcertado, porque se fue una parte de uno. Como perder el brazo hábil. O el talismán que te guiaba hacia el mejor camino a seguir.
Pero lo inteligente de un enviado es que, antes de irse, inevitablemente siembra su semilla. Sea en forma de palabras sueltas, o de infinitas charlas; recreada en alguna canción, escondida en el recuerdo de alguna esquina caminada o de un porrón compartido. Ésa es la forma de seguir sembrando, aun durante su ausencia, y de asegurarse que su pequeña estadía en cada una de las vidas que frecuente, tal vez haya sido corta, si, pero igualmente difícil de borrar.



[marzo, 2009.]







Reflejo.

A mi costado morboso le encantaba observarnos desde abajo.
Pocas cosas atrapaban tanto su atención como el reflejo de nuestra piel en ése espejo. El del techo.

lunes, 6 de abril de 2009

Concreto

Era tan sólido el tono de sus palabras. Y me llamaba la atención al escucharlo, cómo ellas encajaban a la perfección con la parte más arraigada de mis cimientos.
Eran sus palabras sólidas el elemento que parecía completar mis estructuras. Sorprendentemente para mí, que solía rehusar de las estructuras de cualquier tipo y factor. Quizás hasta el momento no había reparado en aquellas (gigantes) que se erigían dentro de mí.

Me gustaba escucharlo y, por alguna extraña razón, tenía la certeza de que el día que decidiéramos construir algo los dos, ese algo iba a ser indestructible.

Un domingo (poniendo a prueba mi capacidad descriptiva)

Estés donde estés, no hay vuelta que darle…el domingo te alcanza.
Poco importa que te escabullas de la agenda o el reloj. Así estés de vacaciones, a cientos de kilómetros de casa y momentáneamente exenta de obligaciones (por lo cual, el lunes a la mañana no tiene por qué ser algo tan grave)… el domingo se presenta y con él, todas las sensaciones que normalmente suele acarrear.
Ése fue el caso un domingo como hoy.

Me desperté temprano, ansiosa de aprovechar hasta el último rayo de sol. Enorme fue mi desilusión cuando miré con un solo ojo -que, en su intento por abrirse desafiaba todo el peso de la ley de gravedad- por la ventana entreabierta: todo era de color gris. La tormenta de anoche todavía dejaba su rastro sobre el jardín húmedo.
No me di cuenta de la lluvia. Seguramente habría caído rendida antes de las primeras gotas. Lástima, porque amo dormir cuando llueve. Pero de todas maneras, suerte que finalmente logré conciliar el sueño. Recuerdo mis oscuros pensamientos sobre el fin del mundo –inminente según mi perspectiva- cada vez que se desata un vendaval como el de anoche. Extremista, lo se. Pero tengo mis razones para serlo.

Cuestión, el día gris obligó una rápida adaptación mental antes de arrancar el día, que en mis planes era soleado. Igualmente me levanté de la cama, no podía dormir más.
El ritual del asado familiar fue el primer indicio de que hoy me encontraba en el Séptimo Día. Confieso que ésa es una de las pocas rutinas en el mundo que no sólo no detesto: la disfruto, sinceramente. Los preparativos son parte de la curva ascendente del día, momento en el cual me siento plena de energías.
Pero como todo, pasa de largo. Y el sol tímido, que después del mediodía había decidido asomar, empieza a anunciar lentamente el fin del fin…de semana.

No era la intención ponerme trágica. Después de todo, hoy era un domingo más lindo que muchos otros. Primero y principal, estaba de vacaciones. Segundo, estaba en Santa Clara, ese puntito casi ínfimo en el mapa costero, que no obstante se me antojaba gigante a juzgar por mis recuerdos; casi como mi universo personal.
No me había percatado de la hora, es más: no miré el reloj en todo el día. Mentí cuando, a principios de éste año, dije que era mi propósito amigarme con los relojes y empezar a usar agenda (pero no como diario íntimo: me refiero a usarla como se debe, según los cánones del mundo adulto, es decir, anticipándose organizadamente a los sucesos en lugar de contarlos después). Sólo noté que estábamos comiendo demasiado tarde para lo que mi papá y sus rituales nos tenían acostumbrados. Internamente, disfruté comprobar las maravillas que el ritmo relajado de vacaciones puede hacer sobre la gente. Incluso sobre mi papá.

Pero bueno, el almuerzo pasó. También la sobremesa. Y el momento de leer el diario, todavía sentados a la mesa y comentar alguna noticia mientras yo –impulsada más producto de la inercia que de ganas reales de hacerlo- me había ofrecido a lavar los platos. Quería terminar lo antes posible.
Me adueñé de los débiles rayos de sol que bañaban el parque trasero y me deleité de sólo pensar que llegaba nuevamente el momento de retomar la lectura del libro que, por esos días, me tenía completamente atrapada.
Pero, mientras avanzaba páginas y páginas, en estado de absoluta fascinación, el atardecer se avecinaba irremediable. Y con él, la sensación de vacío que corresponde a todo domingo. Dominguitis, le llamo yo. Aguda, en la mayor parte de los casos.
Ya había cerrado el libro, y estaba absorta en mis pensamientos, mirando los minutos pasar. Me había embarcado en mi libre asociación de ideas, una práctica habitual tratándose de mí, y de golpe me encontré preguntándome por qué soy tan decidida e intrépida cuando me encuentro lejos de mi casa, y del mismo modo me convierto en un ser tan chato y dependiente cuando estoy al calor del hogar. Por qué, pese a que me rebelo a la idea de la seguridad como un fin último, termino buscándola irrevocablemente, arbitrando los medios para llegar a ella.
Más bien tendría que haberme preguntado cómo carajo llego a un nivel tan elevado de enredadera mental, cuando no tengo absolutamente nada de qué preocuparme. Incluso cuando no hay ningún drama aparente, por qué mi cabeza sin límites me mete en semejantes embrollos.

Sacudí la cabeza como para ahuyentar los malos pensamientos y en eso me di cuenta que mi mamá me extendía la mano con un mate. Estaba sentada enfrente y ni lo había notado, inmersa como estaba en mi trance existencial.
Tomé el mate rápido, mientras me levantaba de la silla. Se lo dejé a mi mamá y corrí a buscar un buzo. La tarde todavía no había terminado. Necesitaba salir.

Agarré la bicicleta y me fui a buscar a mis hermanos. Habían salido en sus respectivas bicis casi una hora atrás. Me propuse encontrarlos. Después de todo, Santa Clara será inmenso dentro de mi universo personal, pero no deja de ser un pequeño pueblito costero de veinte cuadras de largo. Ah si, me olvidaba las diez que separan la ruta del mar.
En fin, salí a la avenida principal e hice unas cuadras hasta la rotonda. El centro iba cobrando vida a medida que avanzaba. El cemento reemplazaba a la arena en las calles, los locales comenzaban a amontonarse con un poco más de frecuencia cada vez, y los autos aparecían sin aviso en cada bocacalle. Ya empezaba a molestarme el hecho de tener que mirar cautelosa antes de cruzar. No hay nada que hacerle: al volante, la gente de vacaciones sigue siendo gente al fin.
La gente me agobia en la mayoría de las situaciones. La gente en general, la masa de gente. Los amontonamientos suelen darme fobia, me siento ahogada y me aferro instintivamente a cualquier cosa que lleve encima, en un desesperado intento por resguardar mis pertenencias. O resguardarme.
Eso me pasa a menudo. En el subte, el colectivo o al cruzar las calles céntricas. No así en los recitales: me da la sensación de que la masa inerte que tanto me atormenta, deja de ser inerte cuando está congregada con un fin. Ahí hasta podría decirse que la multitud me cae simpática.
Nuevamente me desvié.
Me desvié, producto de la libre asociación de ideas.
De cualquier forma, en el relato me desviaba. Doblé la esquina antes de llegar al centro propiamente dicho, en un intento de huirle al pequeño caos.

Estaba experimentando una sensación de libertad que había detectado desde que tomé el manubrio y no quería que nada me prive de aquella reconfortante sensación. No agarraba una bici desde el accidente que tuve en el sur. Y confieso que aun guardaba un ligero vértigo, producto de aquel inolvidable palo sureño, pero el recuerdo no era lo suficientemente desagradable como para no volver a intentarlo. Igual, no quería admitirme a mí misma que después de aquello había perdido un poco mi costado intrépido. Preferí convencerme de que no pasaba nada. Y aceleré el ritmo.
El viento me golpeaba la cara, y el sol del atardecer (la hora mágica, en su plenitud) me acariciaba la piel. El miedo a cualquier tipo de choque iba cediendo, a medida que iba más y más rápido, mis pelos enmarañados en un rodete que de a poco se iba soltando, las mejillas se sonrojaban, los ojos ávidos de adrenalina.
Y aquello que había empezado como una insípida travesía en bicicleta, sin quererlo se convirtió en un viaje en el tiempo.

Muy fuerte, encontrar cada esquina en idéntico estado al de hace años. Movilizante recordar que en cada rincón, prácticamente se esconde una historia.
Doblé en casa porque me acordé que seguía en busca de mis hermanos. En seguida los ví aparecer, Juan atrás de todo protestando contra su karting que iba demasiado lento.
Sos flojo, le dije sólo para molestarlo más.
Rumbeamos para Camet, cruzando el arroyo…o por lo menos había un arroyo ahí. Ahora el límite sencillamente se había disuelto; los autos iban y venían sin percatarse del momento exacto en que estaban cruzando. Eso sí, el camino siempre ripio, y ojo cuando pasás por algún badén… podés ponerte la bici de sombrero atrás de una coleada involuntaria.
Camet es un pueblo fantasma. O al menos eso solía ser.
Ahora se pobló de casitas de colores, construcciones típicas de country y algún que otro parador sobre los acantilados. Papá tenía un terreno acá, pero era un lugar tan muerto que creo que ni le importó mantenerlo. Bueno, ahora no es que tenga una vida increíble, pero por lo menos ya no hay una distancia kilométrica entre una casa y otra. Como era Santa Clara en un principio.
¿Adonde vamos?
Santos derecho, al fondo. Me acordaba que era en subida y con la bici cuesta más, pero no importa. El que la tenía más difícil era Juan, con su karting. Pero bueno, que se la aguante… él y sus malditas ideas para llamar la atención.
Doblamos en Palma de Mallorca. Me acordaba que allá a la derecha estaba la casita que alquilaban los abuelos. Ésa que llamaban “El Palomar”.
A media cuadra para el otro lado estaba la plaza. Las Plazas, mejor dicho. Cuatro manzanas enfrentadas: dos con juegos para chicos, otras dos con descampado, ideales para jugar al futbol y todas con un detalle inequívoco: el perfume de los eucaliptos.
Tuve que pararme a inspirar ese olor, y cuando lo hice, automáticamente me transporté quién sabe dónde.
Una de las cosas que me pasan más a menudo es revivir situaciones a través del olfato. Asociar perfumes, aromas, olores con momentos puntuales. Me acordé de un día que pasamos por lo de los abuelos y yo estaba muy apurada, y mi abuelo me retuvo no se con qué historia, y yo impaciente, no disimulé mi fastidio. Me acordé que le hacía ver las cosas bastante severamente. En ese entonces, con la despreocupación típica de todo crío, no llegaba a entender las cosas ni la mitad de lo que podría ahora. Y lo lamenté un montón. De verdad que experimenté una leve sensación de culpa seguida de una enorme nostalgia.

Me acordé también que cuando llueve, es adorable andar por esas calles. Después de la lluvia mejor dicho. Cuando la tierra está impregnada de humedad, y los sapos se asoman a la calle de tierra, los eucaliptos emanan su perfume con más intensidad que nunca.
Me acordé de las tardes de panqueques con los tíos, porque otra cosa no se podía hacer en una tarde de lluvia, y de salir a caminar por ahí una vez que la tormenta había pasado y todavía quedaba algo de día. Quizas incluso salía el sol, pero de haber sido posible elegir, prefiero que caiga la noche precozmente antes que el sol después de la lluvia, triste, tímido, y el vapor humedo subiendo desde las entrañas de la tierra.

Sumergida en mis pensamientos estaba cuando llegamos.
Era la casa que, de tanto frecuentar, casi sentía como mía.
El cartelito de la entrada decía 670, tal como entonces. El frente no había cambiado en nada, quizas si su interior. Y lo comprobé cuando un señor notablemente mayor, y flaco, muy flaco, me abrió la puerta.
Osvaldo? –dije yo
- Si? –me respondió el señor, de voz débil y semblante algo cansado.
- Soy Sofi, la amiga de Jime…se acuerda? –titubeé
No, claro. No se acordaba, habían pasado años. Pero yo si me acordaba. Eran los abuelos de mi amiga. Una de mis mejores amigas, en realidad. Gracias a ellos nos conocimos, prácticamente, cuando paramos en la casa de al lado. Fue un verano como éste, pero hace ya más de diez años. Igual lo recuerdo como si fuera hoy. Desde ahí, nunca más nos separamos.
La misma casa, el mismo olor, miles de recuerdos.
Cada casa tiene su aroma distintivo pero ésta en particular, vaya si lo tenía. Era inconfundiblemente propio.
Entré. Por suerte Olga si se acordaba de mí. Le dije que ahí afuera me esperaba mi hermano, y trajo a la memoria una anécdota de cuando Santi era un enano. Me reí.
Igual sabía que, en general, remover tanto, tanto los recuerdos no resulta algo tan sano para mi interior.
No quise prolongar la visita mucho más. Creo que había sido suficiente por hoy. Tenía que devolver la bici y aparte, ya tenía bastantes cosas para procesar. Sabía que, en cuanto estuviese a solas, me embargaría en la nostalgia. Para colmo Santi se iba esa noche. Lo único que internamente pedía por favor –me pedía, mejor dicho- era no terminar mal de la panza.
Históricamente, todo lo que me afecta en verdad, ataca directo como una puntada al estómago. Es así que asocio toda la previa a la muerte de mi abuelo con reiteradas sesiones de debilidad estomacal, al igual que otro tipo de situaciones (amorosas, entre otras) que tomaron mi panza por asalto.
La verdad, no tenía intenciones de terminar mi día abrazada al inodoro, así que determiné que tenía una dosis suficiente de recuerdos por hoy.
Mañana tengo pensado repetir la travesía, pero esta vez cámara en mano, asi puedo retratar todas y cada una de esas esquinas con historia que tiene Santa Clara.

Pero ni bien llegué, me urgía imperiosa la necesidad de escribir. Después de la ducha me zambullí de cabeza en el pijama, mientras con la otra mano prendía la compu. Por suerte encontré una mesita con ruedas que se adapta perfecto a la notebook y que (ideal!) pude instalar al lado de mi cama. De verdad me resultó la única cosa interesante y realmente útil dentro de ésta vieja alpina de alquiler, y por fin pude hacer caso a uno de mis impulsos literarios y –por primera vez en mucho tiempo- acá estoy. Mis dedos sacan chispas.

26 enero, 2009.-

jueves, 2 de abril de 2009

La historia de una chica [principio o fin.]

Es la historia de una chica.

Una chica que era permeable, tan permeable como una esponja con cabeza y pies.


Ella absorbía absolutamente todos los estímulos de su entorno cotidiano. Perceptiva, curiosa y tremendamente racional, tenía una facilidad increíble para captar lo que ocurría alrededor e internalizarlo. Así es que iba por la vida recolectando estímulos, uno tras otro, y los apilaba cuidadosamente en su interior. Todos y cada uno, los buenos y los malos también.


Como una coleccionista, ella tenía el don de identificar las sensaciones y clasificarlas con total prolijidad: de éste lado van las cosas que me hacen bien, en éste otro aquellas que me ponen mal; en un rincón oscuro y bajo llave, los recuerdos displacenteros y las sensaciones amargas. Etiquetados y según creciente intensidad, toda clase de dolor: debajo de todo el dolor de muerte, y al otro extremo el dolor de amor, que para ella era el más lindo en algún punto y el que a menudo necesitaba experimentar. Decía que éste dolor era el que permite a uno crear (o acaso las canciones de amor más lindas no hablan de desencuentros?), y es por eso que había decidido dejarlo más a mano.


Al hemisferio opuesto de su persona, ella guardaba las palabras. Y esto era algo –incluso más que las sensaciones- que verdaderamente le apasionaba juntar. Tenía en su cabeza un archivo incalculable de vocablos sueltos o agrupados en frases. Arduamente meditados, o dichos sin pensar. Palabras regaladas en momentos precisos a personas determinadas, o simplemente oídas al pasar. Palabras que se quedaron en el plano de lo íntimo, nunca vieron la luz, y otras que desde las entrañas se abrieron camino y empujaron para salir, provocando un estallido. Palabras en otros idiomas, también, producto de su curiosidad y su amor al lenguaje. Palabras olvidadas, retorcidas, bastardeadas, palabras sucias, pisoteadas, palabras recicladas y nuevas. Palabras inventadas, incomprendidas o elegidas por todos. Palabras hermosas, etéreas, musicales. Palabras susurradas al oído, palabras gritadas, o coreadas al unísono. Palabras leídas. Cantadas.


Palabras.


Pero un día, se encontró con que no le quedaba más lugar. Las sensaciones de los otros habían sobrepasado su capacidad, y ya no podía asimilarlas. Por el contrario, cada cosa que absorbía terminaba por hacerle mal. Molestaba dentro. Ya no pudo detectar con claridad cuáles eran los dolores tolerables, y aquellos que debía aislar de manera inmediata. Todo se entremezcló. Y ese cúmulo de estímulos comenzó a agitarse dentro, y su interior se hizo volcán. Sus entrañas hervían, y en plena ebullición las sensaciones se cruzaban con las palabras, y éstas querían escapar inútilmente, golpeando una y otra vez contra las paredes de su cráneo.


Y finalmente ella estalló.


Y desde ese día, su piel se volvió roca.

miércoles, 1 de abril de 2009

La espera

Creo que no hay sensación más desesperante que la espera.
Resulta todavía más desesperante que la inversa, la de no llegar a tiempo. (El equivalente de 'hacer esperar'.)
La espera genera ansiedad, incertidumbre. Miedo a que los minutos no pasen, a que el reloj se detenga en un punto muerto.
Son veinte, cuarenta minutos, una hora como mucho. Pero el tiempo no pasa más y la espera desespera.

[27.12.08, 05.40 am]