Me desperté temprano, ansiosa de aprovechar hasta el último rayo de sol. Enorme fue mi desilusión cuando miré con un solo ojo -que, en su intento por abrirse desafiaba todo el peso de la ley de gravedad- por la ventana entreabierta: todo era de color gris. La tormenta de anoche todavía dejaba su rastro sobre el jardín húmedo.
No me di cuenta de la lluvia. Seguramente habría caído rendida antes de las primeras gotas. Lástima, porque amo dormir cuando llueve. Pero de todas maneras, suerte que finalmente logré conciliar el sueño. Recuerdo mis oscuros pensamientos sobre el fin del mundo –inminente según mi perspectiva- cada vez que se desata un vendaval como el de anoche. Extremista, lo se. Pero tengo mis razones para serlo.
Cuestión, el día gris obligó una rápida adaptación mental antes de arrancar el día, que en mis planes era soleado. Igualmente me levanté de la cama, no podía dormir más.
El ritual del asado familiar fue el primer indicio de que hoy me encontraba en el Séptimo Día. Confieso que ésa es una de las pocas rutinas en el mundo que no sólo no detesto: la disfruto, sinceramente. Los preparativos son parte de la curva ascendente del día, momento en el cual me siento plena de energías.
Pero como todo, pasa de largo. Y el sol tímido, que después del mediodía había decidido asomar, empieza a anunciar lentamente el fin del fin…de semana.
No era la intención ponerme trágica. Después de todo, hoy era un domingo más lindo que muchos otros. Primero y principal, estaba de vacaciones. Segundo, estaba en Santa Clara, ese puntito casi ínfimo en el mapa costero, que no obstante se me antojaba gigante a juzgar por mis recuerdos; casi como mi universo personal.
No me había percatado de la hora, es más: no miré el reloj en todo el día. Mentí cuando, a principios de éste año, dije que era mi propósito amigarme con los relojes y empezar a usar agenda (pero no como diario íntimo: me refiero a usarla como se debe, según los cánones del mundo adulto, es decir, anticipándose organizadamente a los sucesos en lugar de contarlos después). Sólo noté que estábamos comiendo demasiado tarde para lo que mi papá y sus rituales nos tenían acostumbrados. Internamente, disfruté comprobar las maravillas que el ritmo relajado de vacaciones puede hacer sobre la gente. Incluso sobre mi papá.
Pero bueno, el almuerzo pasó. También la sobremesa. Y el momento de leer el diario, todavía sentados a la mesa y comentar alguna noticia mientras yo –impulsada más producto de la inercia que de ganas reales de hacerlo- me había ofrecido a lavar los platos. Quería terminar lo antes posible.
Me adueñé de los débiles rayos de sol que bañaban el parque trasero y me deleité de sólo pensar que llegaba nuevamente el momento de retomar la lectura del libro que, por esos días, me tenía completamente atrapada.
Pero, mientras avanzaba páginas y páginas, en estado de absoluta fascinación, el atardecer se avecinaba irremediable. Y con él, la sensación de vacío que corresponde a todo domingo. Dominguitis, le llamo yo. Aguda, en la mayor parte de los casos.
Ya había cerrado el libro, y estaba absorta en mis pensamientos, mirando los minutos pasar. Me había embarcado en mi libre asociación de ideas, una práctica habitual tratándose de mí, y de golpe me encontré preguntándome por qué soy tan decidida e intrépida cuando me encuentro lejos de mi casa, y del mismo modo me convierto en un ser tan chato y dependiente cuando estoy al calor del hogar. Por qué, pese a que me rebelo a la idea de la seguridad como un fin último, termino buscándola irrevocablemente, arbitrando los medios para llegar a ella.
Más bien tendría que haberme preguntado cómo carajo llego a un nivel tan elevado de enredadera mental, cuando no tengo absolutamente nada de qué preocuparme. Incluso cuando no hay ningún drama aparente, por qué mi cabeza sin límites me mete en semejantes embrollos.
Sacudí la cabeza como para ahuyentar los malos pensamientos y en eso me di cuenta que mi mamá me extendía la mano con un mate. Estaba sentada enfrente y ni lo había notado, inmersa como estaba en mi trance existencial.
Tomé el mate rápido, mientras me levantaba de la silla. Se lo dejé a mi mamá y corrí a buscar un buzo. La tarde todavía no había terminado. Necesitaba salir.
Agarré la bicicleta y me fui a buscar a mis hermanos. Habían salido en sus respectivas bicis casi una hora atrás. Me propuse encontrarlos. Después de todo, Santa Clara será inmenso dentro de mi universo personal, pero no deja de ser un pequeño pueblito costero de veinte cuadras de largo. Ah si, me olvidaba las diez que separan la ruta del mar.
En fin, salí a la avenida principal e hice unas cuadras hasta la rotonda. El centro iba cobrando vida a medida que avanzaba. El cemento reemplazaba a la arena en las calles, los locales comenzaban a amontonarse con un poco más de frecuencia cada vez, y los autos aparecían sin aviso en cada bocacalle. Ya empezaba a molestarme el hecho de tener que mirar cautelosa antes de cruzar. No hay nada que hacerle: al volante, la gente de vacaciones sigue siendo gente al fin.
La gente me agobia en la mayoría de las situaciones. La gente en general, la masa de gente. Los amontonamientos suelen darme fobia, me siento ahogada y me aferro instintivamente a cualquier cosa que lleve encima, en un desesperado intento por resguardar mis pertenencias. O resguardarme.
Eso me pasa a menudo. En el subte, el colectivo o al cruzar las calles céntricas. No así en los recitales: me da la sensación de que la masa inerte que tanto me atormenta, deja de ser inerte cuando está congregada con un fin. Ahí hasta podría decirse que la multitud me cae simpática.
Nuevamente me desvié.
Me desvié, producto de la libre asociación de ideas.
De cualquier forma, en el relato me desviaba. Doblé la esquina antes de llegar al centro propiamente dicho, en un intento de huirle al pequeño caos.
Estaba experimentando una sensación de libertad que había detectado desde que tomé el manubrio y no quería que nada me prive de aquella reconfortante sensación. No agarraba una bici desde el accidente que tuve en el sur. Y confieso que aun guardaba un ligero vértigo, producto de aquel inolvidable palo sureño, pero el recuerdo no era lo suficientemente desagradable como para no volver a intentarlo. Igual, no quería admitirme a mí misma que después de aquello había perdido un poco mi costado intrépido. Preferí convencerme de que no pasaba nada. Y aceleré el ritmo.
El viento me golpeaba la cara, y el sol del atardecer (la hora mágica, en su plenitud) me acariciaba la piel. El miedo a cualquier tipo de choque iba cediendo, a medida que iba más y más rápido, mis pelos enmarañados en un rodete que de a poco se iba soltando, las mejillas se sonrojaban, los ojos ávidos de adrenalina.
Y aquello que había empezado como una insípida travesía en bicicleta, sin quererlo se convirtió en un viaje en el tiempo.
Muy fuerte, encontrar cada esquina en idéntico estado al de hace años. Movilizante recordar que en cada rincón, prácticamente se esconde una historia.
Doblé en casa porque me acordé que seguía en busca de mis hermanos. En seguida los ví aparecer, Juan atrás de todo protestando contra su karting que iba demasiado lento.
Sos flojo, le dije sólo para molestarlo más.
Rumbeamos para Camet, cruzando el arroyo…o por lo menos había un arroyo ahí. Ahora el límite sencillamente se había disuelto; los autos iban y venían sin percatarse del momento exacto en que estaban cruzando. Eso sí, el camino siempre ripio, y ojo cuando pasás por algún badén… podés ponerte la bici de sombrero atrás de una coleada involuntaria.
Camet es un pueblo fantasma. O al menos eso solía ser.
Ahora se pobló de casitas de colores, construcciones típicas de country y algún que otro parador sobre los acantilados. Papá tenía un terreno acá, pero era un lugar tan muerto que creo que ni le importó mantenerlo. Bueno, ahora no es que tenga una vida increíble, pero por lo menos ya no hay una distancia kilométrica entre una casa y otra. Como era Santa Clara en un principio.
¿Adonde vamos?
Santos derecho, al fondo. Me acordaba que era en subida y con la bici cuesta más, pero no importa. El que la tenía más difícil era Juan, con su karting. Pero bueno, que se la aguante… él y sus malditas ideas para llamar la atención.
Doblamos en Palma de Mallorca. Me acordaba que allá a la derecha estaba la casita que alquilaban los abuelos. Ésa que llamaban “El Palomar”.
A media cuadra para el otro lado estaba la plaza. Las Plazas, mejor dicho. Cuatro manzanas enfrentadas: dos con juegos para chicos, otras dos con descampado, ideales para jugar al futbol y todas con un detalle inequívoco: el perfume de los eucaliptos.
Tuve que pararme a inspirar ese olor, y cuando lo hice, automáticamente me transporté quién sabe dónde.
Una de las cosas que me pasan más a menudo es revivir situaciones a través del olfato. Asociar perfumes, aromas, olores con momentos puntuales. Me acordé de un día que pasamos por lo de los abuelos y yo estaba muy apurada, y mi abuelo me retuvo no se con qué historia, y yo impaciente, no disimulé mi fastidio. Me acordé que le hacía ver las cosas bastante severamente. En ese entonces, con la despreocupación típica de todo crío, no llegaba a entender las cosas ni la mitad de lo que podría ahora. Y lo lamenté un montón. De verdad que experimenté una leve sensación de culpa seguida de una enorme nostalgia.
Me acordé también que cuando llueve, es adorable andar por esas calles. Después de la lluvia mejor dicho. Cuando la tierra está impregnada de humedad, y los sapos se asoman a la calle de tierra, los eucaliptos emanan su perfume con más intensidad que nunca.
Me acordé de las tardes de panqueques con los tíos, porque otra cosa no se podía hacer en una tarde de lluvia, y de salir a caminar por ahí una vez que la tormenta había pasado y todavía quedaba algo de día. Quizas incluso salía el sol, pero de haber sido posible elegir, prefiero que caiga la noche precozmente antes que el sol después de la lluvia, triste, tímido, y el vapor humedo subiendo desde las entrañas de la tierra.
Sumergida en mis pensamientos estaba cuando llegamos.
Era la casa que, de tanto frecuentar, casi sentía como mía.
El cartelito de la entrada decía 670, tal como entonces. El frente no había cambiado en nada, quizas si su interior. Y lo comprobé cuando un señor notablemente mayor, y flaco, muy flaco, me abrió la puerta.
Osvaldo? –dije yo
- Si? –me respondió el señor, de voz débil y semblante algo cansado.
- Soy Sofi, la amiga de Jime…se acuerda? –titubeé
No, claro. No se acordaba, habían pasado años. Pero yo si me acordaba. Eran los abuelos de mi amiga. Una de mis mejores amigas, en realidad. Gracias a ellos nos conocimos, prácticamente, cuando paramos en la casa de al lado. Fue un verano como éste, pero hace ya más de diez años. Igual lo recuerdo como si fuera hoy. Desde ahí, nunca más nos separamos.
La misma casa, el mismo olor, miles de recuerdos.
Cada casa tiene su aroma distintivo pero ésta en particular, vaya si lo tenía. Era inconfundiblemente propio.
Entré. Por suerte Olga si se acordaba de mí. Le dije que ahí afuera me esperaba mi hermano, y trajo a la memoria una anécdota de cuando Santi era un enano. Me reí.
Igual sabía que, en general, remover tanto, tanto los recuerdos no resulta algo tan sano para mi interior.
No quise prolongar la visita mucho más. Creo que había sido suficiente por hoy. Tenía que devolver la bici y aparte, ya tenía bastantes cosas para procesar. Sabía que, en cuanto estuviese a solas, me embargaría en la nostalgia. Para colmo Santi se iba esa noche. Lo único que internamente pedía por favor –me pedía, mejor dicho- era no terminar mal de la panza.
Históricamente, todo lo que me afecta en verdad, ataca directo como una puntada al estómago. Es así que asocio toda la previa a la muerte de mi abuelo con reiteradas sesiones de debilidad estomacal, al igual que otro tipo de situaciones (amorosas, entre otras) que tomaron mi panza por asalto.
La verdad, no tenía intenciones de terminar mi día abrazada al inodoro, así que determiné que tenía una dosis suficiente de recuerdos por hoy.
Mañana tengo pensado repetir la travesía, pero esta vez cámara en mano, asi puedo retratar todas y cada una de esas esquinas con historia que tiene Santa Clara.
Pero ni bien llegué, me urgía imperiosa la necesidad de escribir. Después de la ducha me zambullí de cabeza en el pijama, mientras con la otra mano prendía la compu. Por suerte encontré una mesita con ruedas que se adapta perfecto a la notebook y que (ideal!) pude instalar al lado de mi cama. De verdad me resultó la única cosa interesante y realmente útil dentro de ésta vieja alpina de alquiler, y por fin pude hacer caso a uno de mis impulsos literarios y –por primera vez en mucho tiempo- acá estoy. Mis dedos sacan chispas.
26 enero, 2009.-